El País.- El presidente de EE UU acusa a Pekín de prácticas predatorias y robo de tecnología, al tiempo que exime temporalmente a Europa de los aranceles

El presidente Donald Trump abrió ayer la madre de todas las batallas comerciales. En un gesto cargado de pólvora nacionalista, el mandatario ordenó imponer al gigante asiático subidas tarifarias a importaciones por valor de 60.000 millones de dólares y limitar sus inversiones en Estados Unidos. Como argumento, Trump blandió el déficit de 375.000 millones, “el mayor de la historia de la humanidad”, pero también el “robo de tecnología” y el abuso contra las compañías norteamericanas. Unas prácticas que la Casa Blanca considera que sirven a Pekín como punta de lanza de su gran objetivo: la hegemonía mundial.

El gran combate ha empezado. En el escenario se dibuja un largo y erosionante pulso entre las dos superpotencias. Consciente de ello, la Casa Blanca ha rebajado la tensión con sus aliados y suspendido para Europa, Brasil y Argentina la controvertida subida tarifaria del acero y el aluminio. Con este movimiento se asegura un descanso en el frente occidental y puede lanzarse al gran objetivo.

China ha sido desde sus tiempos de candidato la pesadilla de Trump. No solo genera el 75% del déficit comercial de EEUU, sino que sus avances son vistos por el presidente como una amenaza directa a los intereses geoestratégicos de EE UU. Objetivo habitual de sus invectivas en campaña, ya en el poder, Trump atemperó su tono. Buscaba una alianza con Pekín para hacer frente a la escalada armamentística de Corea Norte. China, que absorbe el 90% de las exportaciones norcoreanas, dio su apoyo. La presión combinada de Washington y Pekín logró un aparente éxito: que Pyongyang ofreciera conversaciones directas y pusiera sobre la mesa la desnuclearización.

Conseguido esta meta y pese a su enorme fragilidad, el presidente de EEUU ha vuelto a su discurso original. En una escalada bien estudiada, primero ha impuesto restricciones a la importación de lavadoras y paneles solares chinos. Luego ha vetado que Broadcom adquiriera por 117.000 millones Qualcomm, el mayor fabricante de procesadores para dispositivos móviles. Y ahora ha lanzado la descarga final. “Nuestro déficit con China es el mayor de la historia de la humanidad y les he pedido reducirlo en 100.000 millones. La palabra clave es reciprocidad. Queremos tarifas espejo: si nos gravan, gravamos igual. Lo que no puede ser es que a nuestros coches les impongan una tarifa del 25%, y que nosotros a los suyos, solo del 2%”, dijo.

El núcleo de la ofensiva, diseñada por el consejero ultra Peter Navarro, es la investigación que Trump ordenó abrir en agosto al Departamento de Comercio. Sus conclusiones se ajustan como un guante a la visión del presidente y su gabinete. Pekín, según el documento, no juega en pie de igualdad. Grava en exceso a las compañías estadounidenses, las obliga a compartir sus secretos para acceder a su mercado y fuerza la transferencia tecnológica. A la par, usa fondos públicos para comprar empresas de futuro y roba patentes mediante ciberintrusión. Y todo ello bajo un plan preconcebido: hacerse con el control de la tecnología ­-desde la robótica, la inteligencia artificial y la computación cuántica- para alcanzar una posición de dominio mundial.

“No busca el comercio justo. Sino que usa sus empresas como parte de su política, incluida la militar”, afirmó un alto cargo de la Casa Blanca. “Durante años hemos intentado dialogar con China; lo hicieron Bush y Obama, pero el problema es que no ha conducido a nada y esta pérdida de tiempo cuesta dinero a los americanos. Por eso Trump ha decidido dar el paso. Estados Unidos simplemente se defiende de una agresión. Pero ténganlo claro, esto no solo beneficia al país, sino al comercio mundial”, añadió.

Los 1.300 productos sobre los que recaerá la subida tarifaria aún no han sido decididos. La Oficina de Comercio los seleccionará en los próximos 15 días. Otro tanto ocurre con las restricciones a la inversión. El Departamento del Tesoro dispone de 60 días para presentar su plan. El caso también será llevado a la Organización Mundial del Comercio (OMC), una institución en la que Trump tiene poca confianza. “Sus juicios y arbitrajes han sido muy injustos con nosotros”, dijo el presidente.

A diferencia de la batalla del acero, el enfrentamiento con China cuenta con numerosos apoyos en Estados Unidos. En amplios sectores, se le considera un adversario que practica el juego sucio y a cuyo ascenso hay que poner coto. Distinta es la percepción con Europa.

La Casa Blanca pretende que Europa haga frente común con Estados Unidos en contra de China. Se trata de una exención temporal y con condiciones: se especula con la posibilidad de que Washington exija límites voluntarios a la exportación de acero y aluminio europeo, reclame un endurecimiento de las relaciones entre Europa y el gigante asiático, y que los socios de la UE eleven el gasto público en defensa en línea con los objetivos de la OTAN (un 2% del PIB anual, cifra que está muy lejos del gasto actual). La dificultad para cumplir esos criterios deja la puerta abierta a futuras tensiones. Y en todo caso, Bruselas mostró su cautela.

Aunque vio señales de esperanza para evitar una escalada, la Unión Europea prefirió posponer su reacción oficial ante posibles imprevistos de última hora. Tras las recientes visitas del ministro alemán Peter Altmaier y de la comisaria europea Cecilia Malmström, la UE espera que Washington confirme cuanto antes la exención para Europa de los aranceles sobre el acero y el aluminio, que hubieran tenido un impacto sobre las exportaciones de esos dos productos (unos 6.000 millones de euros anuales conjuntos).

Estados Unidos que tiene en China su segundo socio comercial y en Europa el primero, cerró 2017 con un déficit comercial estratosférico, de 375.000 millones de dólares con China, el triple que hace solo 15 años; con Europa, esa cifra se reduce a 153.000 millones. Trump ha enseñado las garras, pero finalmente ha izado bandera blanca: Washington es consciente de que el problema es China, no sus aliados tradicionales al otro lado del Atlántico. El “América primero, no América sola” que anunció en Davos empieza a verse con más claridad: de los riesgos de guerra comercial generalizada se pasa a una estrategia de presión sobre China parecida a la que usó Bill Clinton con Japón en los noventa, que consiguió abrir relativamente el mercado japonés a los productos occidentales.

China, sin embargo, es otra cosa. Por tamaño, por potencial geoestratégico, por la importancia de las fábricas chinas en la cadena de suministros norteamericana y, en fin, por las enormes tenencias de deuda pública estadounidenses en manos chinas. Aun así, el objetivo de Trump es que Pekín aumente la importación de aviones, automóviles, soja y gas natural, entre otros productos: con esa idea en mente, pospone la presión para que la eurozona (y en particular Alemania) reduzcan también sus enormes superávits comerciales.